terça-feira, setembro 11

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Cruzó la calle. Una especie de alarma interna le hizo acelerar el paso. La ciudad estaba en calma, pero él sentía agitación a su alrededor.


No dejes que la paranoia se apodere de ti. Se decía incesantemente.

Verde, ámbar, rojo: el muñequito en verde, por fin poder cruzar. Otra esquina más y estaría a salvo. A lo lejos un coche negro se acercaba, perezoso. El reflejo del sol en la luna delantera le quitó la visión un breve instante, lo suficiente para que las voces se acercasen a él. Mantuvo los ojos cerrados y empezó a correr. Oía las voces cada vez más próximas, susurros que humedecían sus orejas con un aliento cálido. Transpiraba, pero seguía apretando los párpados con fuerza.

No los mires y estarás a salvo.

En su nerviosa huida había calculado la llegada al portal y la situación exacta del mismo. Hurgó en su bolsillo hasta dar con las llaves, una visión casi mística de la liberación. Apuró la entrada en la cerradura, el encaje, el sonido de los engranajes que desplazaban los pesos para dejarle entrar en su santuario, allí donde nada malo le podía suceder.

Mantenía los ojos cerrados mientras las voces se oían esta vez nerviosas, histéricas, gritos. Un sol de colores penetraba en sus córneas a través de la piel. Algo nuevo sucedía. Sintió los dedos de las voces que apretaban su carne, notó un pinchazo, una descarga eléctrica.

- Lo perdemos!! Un, dos, tres…

Y más lejos, como un murmullo que llegaba débil:

- Apareció de repente en medio de la carretera, no tuve tiempo a nada, Dios!!

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