El lápiz empezó a dibujar líneas uniendo formas que a mis ojos les parecían mágicas.
Aquel viaje con mi padre, a los ocho años, había sido mi único viaje en tren. Él había muerto mientras dibujaba para mí en el trayecto que nos iba a reunir con mi madre.
Recuerdo que el compartimiento era grande, tapizado en verde y con olor a limpio. Me impresionó la gran ventana que ocupaba toda la pared en frente de la puerta. A través de ella los colores se movían rápido, haciéndome ver pueblos borrosos y personas inmóviles que nos seguían. A mi padre le entusiasmo ver mi mirada inquieta observándolo todo como si se tratase de un sueño. Sacó su bloc de dibujo y empezó a mover frenéticamente la mano con trazos cortos capturando todo lo que yo veía.
El revisor nos interrumpió; papá le alcanzó los billetes y me sonrió. Después volvió a su bloc y yo a mi ventana. El viaje duraría sólo 5 horas, pero mis ocho años las vivieron como toda una vida.
Su mano dejó de moverse y su cara me miró rígida, como cuando se enfadaba porque no me acababa la sopa. Pensé que algo no iba bien. Pero no sabía que hacer. Nos quedamos así, mirándonos, inmóviles el uno frente al otro. La gente entraba y salía de los camerinos contiguos. Veía moverse las manchas que los anunciaban tras el cristal opaco de la puerta. En las paradas subían y bajaban personas. Los andenes estaban llenos de agitación. Pero nadie abrió nuestra puerta. Al llegar a nuestra parada el revisor vino a avisarnos, papá le había pedido que nos avisase por si se dormía.
- Su parada señor.
- Creo que mi papá no se encuentra muy bien.
Hoy la ventana no me parece tan grande, el tapizado es azul, pero sigue oliendo a limpio.
Eva Méndez doRoxo